Piquete de Infantería de Marina
Piquete de Infantería de Marina.
La puerta del Arsenal Militar de Cartagena, abierta de par en par, suspiró un año más esa noche de Martes Santo al escuchar las primeras notas del cornetín de órdenes. Un toque de atención que terminaba con la espera y que lograba que los músculos de los Infantes de Marina, miembros del Piquete, se tensaran y se dispusieran para el extraordinario esfuerzo que una ciudad expectante estaba a punto de exigirles, a sabiendas de que por ganas y por esfuerzo, no había de quedar.
Después de obtener el permiso del Sr. Almirante, y comprometiéndose a regresar a la hora convenida del “franco paseo” San Pedro, majestuoso sobre su bellísimo trono, se dejó mecer una vez más al cadencioso paso de sus leales Caballeros Portapasos. El santo iba tranquilo, confiado, sabiéndose en buenas manos. Yo también iría. No es para menos si tenemos en cuenta que la escolta que lo protege corre a cargo, como desde siempre, ni más ni menos que del Piquete de Infantería de Marina del Tercio de Levante, ahí es nada. La puerta del Arsenal sonríe cuando en la esquina justo en la calle Real ve desfilar marcial a su Infante de Marina.
La banda de cornetas y tambores, sincronizados como un mecanismo de precisión, se bastan para marcar el paso del sufrimiento, del sudor, de la entrega. Los primeros cinco pitidos de una larguísima serie, que lanza al aire el cornetín a la indicación del teniente, ordenan la ejecución del primer “cambio de hombro” y siendo la obediencia la principal virtud de un militar, no tardan los fusiles en describir en el aire una filigrana de acero y solemnidad. El centelleante reflejo de los machetes, arrancan brillos a la noche como estrellas fugaces de sentimiento castrense. Al mismo tiempo, desata los aplausos agradecidos y entusiasmados de un público entregado y siempre leal a su Piquete. Al redoble del tambor de la escolta militar se disipa el cruel dolor porque reina el pundonor cuando los miran pasar.
El Piquete, aunque está configurado por un equipo humano, por un grupo de militares acostumbrados y preparados para actuar de forma autónoma, se transforma en este caso en un mecanismo de precisión en el que todas las piezas deben estar perfectamente sincronizadas. No cabe en una formación de esta naturaleza el individualismo, y una vez formados y dispuestos para el desfile, todos pasan a formar parte de un todo, de una serie de engranajes, de un organismo automático en el que la palabra error hace tiempo que quedó tachada de su diccionario. Esos músculos crispados esa frente sudorosa el marcar milimetrado de un paso lento y clavado con sangre en cada baldosa.
La perfecta sincronía se hace aquí más evidente, pues destacan en el precioso uniforme, las dos bandas rojas y delatoras que recorren las perneras de los infantes. Deben estas bandas, indicativas de estar al servicio de Su Majestad el Rey, permanecer perfectamente
rectas durante todo el tiempo que dure el desfile. Como bien saben los “adictos” al Piquete, en la procesión del martes no se descansa, si acaso el breve tiempo que en la Plaza de
Castellini obliga la espera de los otros tronos. Rugen las botas sobre el pavimento brilla el sudor en los rostros de hielo mientras con ojos mirando hacia el cielo un viejo soldado contiene el aliento. Azul pantalón, azul la guerrera brillan sardinetas sobre el antebrazo la novia quisiera fundirse en abrazo pero se conforma con llorar y espera. Quiero o intento crear un soneto que inspire el sentir de un antiguo infante que quede redondo, bonito, completo. Que suene cabal, hermoso, elegante
que trate el asunto con mucho respeto pues marcha el Piquete y San Pedro, delante.
Miradas feroces bajo las negras viseras de charol con ojos que miran sin ver, que están clavados en el vacío, en la nuca del compañero que le precede. Barboquejos ceñidos bajo mentones en tensión y que a malas penas sujetan el brutal rebote de la gorra sobre la cabeza. Mandíbulas apretadas en un rictus de sufrimiento. Corazones agradecidos que cobran vida tras los vítores y los aplausos. Chasquidos metálicos que hieren el suelo a cada paso, que dejan huellas visibles, pétreas cicatrices que informan de una realidad; que son las letras de oro con las que el Piquete mejor se expresa, son su firma, su ruda y contundente rúbrica que da fe de su paso por las milenarias calles de la vieja Cartagena y que dejan marcado el camino para el próximo desfile.
Al pasar frente a Capitanía, ya con los pies destrozados, todavía queda la mitad del recorrido y hay que echar el resto. La calle Mayor espera abarrotada y la cuesta de la calle del Cañón, preámbulo del final, se resiste inútilmente a ser hollada, a sufrir el cruel castigo de unas piernas aparentemente incansables y dispuestas a darlo todo.
Con el rostro demudado se llega a Santa María no falta ningún soldado porque el Piquete ha llegado sobrado de gallardía.
Todo, absolutamente todo se puede esperar de un español que decide servir a su patria, entregarse en cuerpo y alma al glorioso Cuerpo de Infantería de Marina. No puede ser menos si tenemos en cuenta que fue durante el reinado del emperador Carlos I de España y V de Alemania, un ya lejanísimo 27 de febrero de 1537, cuando esta nueva arma del ejército empezó a honrar por todos los mares del mundo, a nuestra amada bandera. Hasta el mismísimo Don Miguel de Cervantes, ilustrísimo Infante donde los haya, anda estos días revolviéndose en su tumba y no es porque hayan andado desquiciados buscando sus restos, en absoluto. Su inquietud viene dada porque sabe que en
Cartagena, un año más sus descendientes, sus relevos naturales andan desfilando y dejando otra vez, como siempre, con la boca abierta y el aliento contenido a muchos cartageneros de bien y a muchos, muchísimos españoles que, gracias a las redes sociales, pueden disfrutar de este acontecimiento único por su vistosidad y sobre todo, por su profunda carga emotiva.
Valientes por tierra y por mar.
¡Honor y gloria a la Infantería de Marina Española!
Javier Bastida, Semana Santa 2016