CARTAGENA EN BLANCO Y NEGRO
CARTAGENA EN BLANCO Y NEGRO
¿Recordáis cuando las fotografías eran todas en blanco y negro? ¿Y la televisión?
Me encanta abrir esos álbumes de fotos de nuestros abuelos y padres, incluso algunas mías de pequeñita que también tengo. Y no sé el porqué, pero he sentido que quería recorrer mi ciudad volando años atrás, teñirla de esos dos colores con la intención de sentir quizás ese “algo” que me perdí, o simplemente descubrir que es tan bonita que hasta sin colorear te dan ganas de mostrarla al mundo.
Y me vais a disculpar, pero mis pasos me llevan a comenzar por mi lugar, el que me regala momentos y en el que hoy, en blanco y negro he sido capaz de ver algo más de lo que ocurre allí.
Y me paro a observar a esos pescadores acomodados en sus sillas playeras que no les falta detalle, su almuerzo, las mejores vistas….
Siempre me han transmitido paz y relajación, aunque cuando yo estoy allí me evado del mundo. Pero hoy les presto atención, sus conversaciones no llegan a ningún lado, porque en ese momento no lo necesitan. Están felices, tranquilos y relajados. Se impresionan ante la llegada de un nuevo crucero o del pez de más de trescientos gramos que acaba de pescar su compañero en una mañana eterna de invierno.
Y me paro justo en ese lugar bañado en óxido del que se sujeta con la fuerza del tiempo un candado. ¿Será de alguna pareja de enamorados que se juraron amor eterno en este lugar donde el mar nos rodea si giramos 360 grados?Como soy una romántica quiero pensar que sí, que tiraron la llave al mar y que pasean de la mano y se besan en cada bloque del rompeolas.
Bloques del rompeolas donde un día padre e hija desempolvaron el dominó del abuelo, aquel recuerdo que la pequeña quiso tener a su lado cuando él tuvo que marchar antes de la fecha prevista. Y allí, sobre ese bloque de hormigón ponen las matemáticas en práctica, sonríen, juegan y le recuerdan salpicados por esas gotitas saladas una mañana de sol.
Y ahora estoy segura, observar en blanco y negro aumenta las emociones, el dramatismo, la fuerza. Esa fuerza que me impulsa a escuchar las gaviotas graznar sobre un mar embravecido de espuma blanca, sobre ese regalo que se abre como aquella cajita de música donde la bailarina giraba y giraba.
Nuestra cala, nuestra cajita de música particular donde el túnel nos guía para adentrarnos en ella.
¿Pero acaso somos sólo mar y playa?, somos eso y mucho más. Y es que si nos adentramos en el entresijo de calles históricas, si caminamos y miramos sólo en dos colores….
Y me adentro en la Calle Cuatro Santos, y anda que no he pasado yo horas y horas allí con amigos, cantando, riendo, bebiendo y comiendo cruasanes de jamón de york y queso a altas horas de la madrugada. Tiempos eran tiempos.
Qué ironía, lugar de encuentro, y aquellos cuatro santos de gran devoción observando ese despliegue de juventud. San Leandro, Santa Florentina, San Isidoro y San Fulgencio, en nombre de los de mi generación, les pido disculpas.
Y parece que cuando te escabulles en esas calles colindantes la magia aparece sin más. Y esto me ha ocurrido en la adolescencia y todavía hoy. Empiezo a callejear, y cuando aparezco en ese callejón…., es inexplicable, pero algo ocurre, un escalofrío siempre siento, y más hoy que me puse mi filtro de blanco y negro y a la entrada al Callejón de la Soledad una experiencia inexplicable de sombras me hizo sentir que ese lugar era aún más especial.
Las sombras de las rejas de una antigua ventana, de la barandilla con esas fotografías bonitas de la ciudad….
El Teatro Romano observando a lo lejos y diciendo, “transforma mis marrones en negros, mi cielo en blanco y mi historia como una película que mis años de antigüedad merece”.
Y bajo feliz, cuesta abajo, y llego al puerto, allí donde esos coches Seat 600 aportan sin saberlo una puesta en escena perfecta para nuestra historia. Y entre ellos me quedo mirando a las personas que van y vienen, al soldado de reemplazo casi escondido que parece esperar algo que no llego a saber muy bien qué es. ¿Ganas de volver a casa?, ¿tristeza por dejar la ciudad?, ¿un amor que se queda porque no te atreves a decirle que se vaya contigo?
Y de repente algo me llama la atención, una pareja que se cogen de la mano, que se miran con complicidad, que disfrutan de todo lo que allí ocurre. Y disimulada me atrevo a fotografiarlos.
Mi querido soldado, quizás él fue valiente y se arriesgó por su historia, y míralos, parecen adolescentes. ¿Todavía sigues pensando si merece la pena?
Voy a seguir mi camino, y si un día no sigues por aquí, con un guiño les contaré a todos que quizás tú arriesgaste y hoy paseas de la mano con tu chica gritando al mundo vuestro amor.
Y me gusta la vida en blanco y negro, imaginar a esos niños o no tan niños reír sobre los columpios, subir y mirar desde arriba la escalera metálica en forma de caracol que nos lleva hasta lo más alto de la Muralla del Mar.
Y volver a bajar, y entonces observarla desde abajo, porque es impresionante esa muralla defensiva la de historias que nos cuenta.
Y es que Carlos III lo tenía claro, Cartagena tenía que estar protegida, era una gran potencia militar y por ello decidió en el siglo XVIII encargar su construcción, donde nuestro casco antiguo quedaría totalmente rodeado.
¿Y sabéis que ocurrió cuando la ciudad comenzó a crecer económicamente y también en población? Pues que decidieron derribar casi la mitad de ese cinturón protector, al igual que sus tres puertas.
¡Madre mía, con lo que se tardaría en levantarla!, a mí me da pena, la verdad.
Pero bueno, tenemos todavía mucho de ella, y sobre todo esa espectacular escalinata que Víctor Beltrí construyó en 1.914. Es preciosa, y por eso un día tuve el placer de fotografiar a una guapísima mujer, luchadora y estupenda en ese enclave especial.
Y ya lo tengo claro, la belleza no necesita siempre del color, porque paseando por la Calle del Carmen y caminando hasta el museo arqueológico, voy soñando con siglos pasados.