¿Dónde estabas entonces?

Eva

¿Dónde estabas entonces?

 

 

 

Me gustan las personas de mirada limpia, con las que te puedes perder en un abrazo.

Aquel día me refugié en mi rincón favorito, observando el mar bajo la sombra de un faro al que le faltaba una mano de pintura.

Observé dos miradas cristalinas, auténticas. No tenía claro si se conocían. Ella esperaba nerviosa, él apareció a lo lejos. Se dieron un abrazo. No era un abrazo cualquiera, era uno de esos que se da y no sabes qué esperas de él. Al menos a mí me lo pareció.

Se sentaron con los pies colgando como quinceañeros y no pararon de hablar. Ella le miraba en silencio, él secaba sus manos en sus jeans desgastados, supongo que de los nervios.

Ella se acercó y le dio un beso espontáneo. No alcancé a ver si en la mejilla o cerquita de la comisura de los labios.  Se levantaron y se marcharon en un coche rojo, brillante, limpio, impoluto. 

Volví a fijar la vista en el mar, en el susurro de las olas  de un septiembre que iba llegando a su fin.

Saqué mi libreta de la mochila, esa que siempre me acompaña por si me cruzo con una historia bonita, si alguien me cuenta algo especial, si la inspiración llega con una frase que escucho de alguien que camina cerca.

Y entonces un reflejo rojo atravesó la última ola de la mañana, contra la roca más alta.

El coche seguía allí,  nunca llegaron a marcharse, y la pareja de mirada limpia se besaba como en aquellas noches de adolescentes cuando teníamos toda la vida por delante.

Ella bajó, relajada, feliz, tranquila…Él se acercó, le hizo un gesto de complicidad. Uno de esos gestos que te conmueven en parejas de octogenarios que llevan toda la vida juntos.

Ya no supe si Cupido les había unido esa mañana o si llevaban toda la vida amándose.

Y de vuelta a casa pensé en ellos, en lo sencilla que es la vida, en lo bonito que es amar sin condiciones.

Comenzó octubre  y volví al rompeolas. Inspiré en una mañana en la que ya olía a comienzo. Me encantan los comienzos de estaciones, los niños en el colegio, de vuelta a la ciudad… Allí estaba en paz. Y entonces los vi. Se cogían de la mano y paseaban sin poder evitar parar a besarse a cada paso que daban.  Y allí pasaban las horas eternas, mirándose, riendo, en silencio.

Pasaron algunos meses, me acostumbré a ellos, a esa felicidad pura, eterna, limpia.

Pero llegó el invierno, empezó un año nuevo y… No quiero mentir. Sí, les echaba de menos.

No he vuelto a verlos más.

Y en las noches largas en las que no puedo dormir, cierro los ojos y los imagino en algún nuevo rincón, o en el salón de casa viendo una película acurrucados en el sofá, mientras tres niñas traviesas les tiran palomitas de maíz cada vez que se pierden en un abrazo, de mirada limpia.

 

 

 

 

FELIZ DOMINGO

EVA GARCÍA AGUILERA