UN TESORO ESCONDIDO, LA ERMITA DEL CALVARIO
UN TESORO ESCONDIDO, LA ERMITA DEL CALVARIO
Cuando era niña, subía con mis amigas a la ermita del Calvario. Olía al preludio de la Semana Santa, a días que se alargaban, a romero. Era la romería que cada año se celebraba, la subida de la Virgen del Calvario a lo más alto. A su refugio de fe, a la tradición y al paisaje que la arropaba.
Me asombraba observar a personas que iban detrás de la Virgen acompañándola. Descalzas, e incluso de rodillas.
¡Y a mí, con diez o doce años me faltaba el aliento! Nunca llevé bien las subidas con demasiada pendiente. Y aunque tengo bonitos recuerdos de aquellas mañanas de bocadillos, de compartir, de risas y celebración, dejé pasar muchos años hasta volver a aquel rincón mágico que nos regala los atardeceres más bonitos.
Esta vez llegué tranquila, con los ojos muy abiertos, como si quisiera encontrarme con la niña de entonces. Pude escuchar el jolgorio de aquellos años, disipado por la paz que sentí en el reencuentro. Todo parecía diferente. No sé si más pequeño, más grande. Diferente.
Sentí la tranquilidad y el arropo. Los gatos merodeaban y me guiaban hasta las zonas más bonitas.
Y allí estaba ella, sencilla pero rebosante de historia, la Ermita de la Virgen de la Soledad del Monte Calvario.
¿Sabéis que este lugar se conocía como el Cerro de San Juan? Pero cuentan que sobre el siglo XVII encontraron una gran cruz en su cima, por lo que comenzó a ser un camino para la devoción, pasando a conocerse como el Calvario.
¿Y queréis conocer algo más? Parece ser que un ermitaño, por el año 1776 se instaló en una cueva de aquel monte, comenzando su culto a esta Virgen del Calvario y contagiando a los peregrinos la ilusión de visitar este lugar.
Muchos sabéis que soy Isleña. Sí, del barrio de Santa Lucía. He jugado a las canicas donde ahora se encuentra el Museo del Vidrio, he comprado revistas en el kiosco de Paco y me he llevado a casa los complementos más ochenteros de la papelería “el Meli”.
He tocado la guitarra en la iglesia de Santiago Apóstol en las comuniones, la iglesia que acoge a la Virgen cada año, cuando se aproxima el día de la Encarnación.
Y una tarde cualquiera de octubre, he vuelto a esa iglesia para que Lázaro, el párroco, me acompañe a aquel lugar cerquita del cielo y me cuente la historia de esta tradición.
El día de la Encarnación es el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús. Y es por esa fecha cuando bajan a la Virgen del Calvario a la Parroquia de Santa Lucía. Durante una semana estará allí, mimada y cuidada.
Me cuenta Lázaro, que en la víspera de la subida de la Virgen, había una costumbre, allá por el año 1783, de encender una gran hoguera junto a la ermita. Así el pueblo tenía conocimiento de que al día siguiente subirían en romería. Sonaban las campanas y la alegría se palpaba en el barrio de pescadores.
Y él, que es un hombre que transmite la ilusión, me cuenta que ese pequeño tesoro escondido lo quiere mimar y convertir en un lugar donde las personas que suban sientan que están en casa.
Me hace reír. Me dice que el año pasado quiso recuperar la tradición de entonces, la de la hoguera, pero con un cañón de luz. Según él no tenía mucha potencia, pero este año lo vais a ver desde cualquier punto, porque su empeño en recuperar las tradiciones no tiene límite.
Pasamos a la ermita, y me muestra orgulloso las reformas que se han hecho.
Suelos nuevos, zócalo, pintura, puerta de entrada… ¡Hasta la campana ha vuelto a funcionar después de ocho años!
Y me dice que el sagrario lo han cambiado de sitio, y en su lugar han metido una cápsula del tiempo.
Le miro y me sale una carcajada, pero veo que se queda serio. De verdad que desconocía que se hicieran estas cosas, disculpad mi ignorancia.
Por un momento pensé en los cofres del tesoro. Pero no, el día de la celebración de las reformas de la ermita, introdujeron en esa cápsula del tiempo periódicos del día, monedas de curso legal y hasta un pendrive con las fotografías. Dice que es una práctica muy habitual, que en las grandes iglesias, catedrales, se lleva haciendo desde siglos pasados.
Salimos a la puerta y me señala la cúpula. Está pintada de rojo, pero él la imagina con tejas de vidrio en color azul. Imagina mesas de picnic para venir a pasar la mañana, a disfrutar del paisaje. Restaurar los bancos donados y hacer varios miradores.
Y yo, también lo imagino. Conectar con la naturaleza, inhalar el salitre del puerto, dejar atrás el bullicio, mirar hacia el sol, sentir la protección de la Virgen, el repique de campanas. Los niños que persiguen a los gatos, las familias que disfrutan de las vistas, el senderista que llega y la ermita le abre sus puertas todas las mañanas, para que se refugie unos instantes en la paz y la esperanza.
Porque hoy, he vuelto. La adulta acompañada de la niña que no quiero soltar de la mano. La que me acompaña a estos lugares, a revivir momentos y redescubrir rincones. Juntas, para mostraros hoy, este tesoro escondido.
LA VENTANA DE EVA
EVA GARCÍA AGUILERA