Opinión

El puente de la inmaculada Constitución

Juan M. Uriarte
Juan M. Uriarte
El puente de la inmaculada Constitución

Estamos en el Puente de la Constitución o de la Inmaculada, pueden elegir el nombre. Los constituyentes tuvieron a bien ubicar el referéndum de la constitución el día 6 de diciembre de 1978. Nuestro gobierno laicista es de devoción tan mariana, que nunca se ha planteado eliminar el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, de la lista de sus festivos obligatorios nacionales publicados en el BOE. Nos sale un puente muy ‘apañao’. Estado no confesional, pero puentes con participación católica, porque a nadie le amarga el dulce, y de puente en puente, tiro porque me toca.  Así pues, estamos de viaje, de compras o celebraciones; tal vez holgando viendo las luces de la ciudad, esas de las que es campeón el lumínico seguidor de Edison, Abel Caballero, alcalde de Vigo, alias el hombre-bombilla. A mí también me gusta este puente, parón laboral, y momento de poner el belén en casa, puente en el que ya nos acompaña María en este adviento.

Yo no celebro la fiesta de la Constitución; la contemplo como una herramienta, imperfecta y desconchada que, de momento al menos, nos ha permitido no volver a pegarnos tiros entre españoles. Contemplar a nuestros políticos el día de la Constitución es constatar la menesterosidad del sistema y de ellos mismos, pobre gente, llenos todos de limitaciones. Frustrante. Viendo nuestra clase política es inevitable acordarse del concepto orteguiano, la ausencia de los mejores de su España invertebrada.

Sin embargo, haríamos mal si depositáramos esa frustración en nuestra clase política como únicos responsables. ¿Son ellos peores? ¿De dónde han salido sino de nuestra masa? ¿Cómo hemos llegado a esta frustración?  Dos motivos me atrevo a sugerir:

La primera causa de esa frustración procede de la incapacidad de aceptar la fragilidad de las cosas humanas. El Estado debe garantizar ciertas cosas, pero su función no es proporcionarnos un paraíso, lo cual además está empíricamente demostrado que no lo logran. El mito político vende felicidad, pero la felicidad es una aspiración personal, y la política no abarca la totalidad del ser, por lo que no lo va a satisfacer. La sociedad, los seres humanos, tú, yo, todos, experimentamos un hastío de la realidad, que nos lleva a desear/soñar/sospechar/intuir la existencia de algo mejor. Y en lo político y en lo personal hemos comprobado que no bastan las buenas intenciones. Somos frágiles, nos jode reconocerlo, pero ese reconocimiento humilde es el indispensable presupuesto de cualquier construcción humana, incluidas las constituciones políticas y sus aspiraciones futuras.

Segundo elemento de la frustración. Hace un mes, esperando el ascensor en un hotel, me encontré un recuadro con una cita supuestamente motivadora: “La vida es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino” (Isabel Allende). Recuerdo que le dije a mi mujer tras leerlo: -Pues pienso exactamente justo lo contrario. Cada vez que subíamos o bajábamos en aquel ascensor, lo releía y más me ratificaba. Luce bien como cita el apócrifo adagio cervantino de que el camino es siempre mejor que la posada, pero yo necesito saber qué pinto en esta vida y adónde me dirijo; solamente si ESPERO un buen destino, podré DISFRUTAR de cada momento, de cada tacita de Nescafé; si no, ese discurrir, ese momento de camino será alienación o angustia (preocupaciones médicas, económicas, añadan las que deseen), más agudizadas cuanto menos joven eres y el camino pendiente de recorrer es indefectiblemente menor.

Con dirección y meta, hay ESPERANZA, que es la palabra que toca en este puente de adviento. La palabra esperanza ha tenido un marchamo pesimista, un olor a sucedáneo, a cheque-pagaré de dudoso cobro; hablar de esperanza parece consuelo de perdedor, de futbolista aspirante al empate, a ver si suena la flauta, lotería que no toca, un azar, qué se yo; esperanza como consuelo de débiles, gente religiosa y pusilánime, meapilas y capillitas sin fuste, resignados... a la esperanza, o sea a la nada. Y ya se sabe que ‘el que espera, desespera’, dice el refranero pesimista y cabrón.

Pero la tradición y la fe, que es certeza interior, me muestran la vida como un discurrir donde se unen ambas, meta y camino. Necesaria aquélla, para disfrutar éste. Quiero vivir como peregrino en camino, como María caminando para visitar a su prima Isabel.

 

Necesito puentes sí, pero puentes para llegar donde no me basto con mis buenas intenciones.  El adviento me aterriza amorosamente en mi realidad desnuda, falible y frágil, y a la vez me recuerda la dirección y el sentido. Puente, Adviento, Embarazo, Esperanza, Sufrimiento y Vida.  Y María en medio de ese Puente; María puente del Puente. El Amor me espera en la posada, toca bregar en el camino, matrimonio, familia, trabajo.  ¡Feliz puente a todos!

 

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